viernes, 17 de julio de 2020

NOSTALGIA POR SANTA SOFIA

NOSTALGIA POR SANTA SOFÍA.

Hay paradigmas que han cambiado para siempre la vida de los seres humanos, hasta el punto de haber dividido la historia del hombre sobre la tierra,  de reconocer un antes y un después: el nacimiento de Cristo, principalmente,  o el salto de la física clásica a la física relativista; no es el caso  de Santa Sofía, o La Divina Sabiduría, símbolo de la actual Estambul, que fue construida en el siglo V, de origen cristiano y orgullo del arte bizantino medieval, en la Antigua Constantinopla  que fue cede del patriarca de la iglesia ortodoxa y que conservó esas características  hasta 1453, año en el que el sultán Mehmed II la convirtió en mezquita. Se taparon los símbolos ortodoxos, se levantaron los minaretes y luego, en 1935, Ataturk, fundador de la actual Turquía, la convirtió en museo y fue reconocida por la UNESCO como patrimonio de la humanidad. Hoy, Santa Sofía se ha vuelto a poner en el centro de la controversia universal debido a que, Erdogán, presidente de Turquía, dictara un acuerdo para reconvertirla nuevamente en mezquita y está activada la cuenta regresiva para que el viernes 24 de julio de 2020, se haga por primera vez la oración de la tarde. 

Cada vez que Teresa se encontraba con ese ícono de Jesús, se enamoraba más de ese rostro, que le trasmitía tanta paz,  y se preguntaba ¿dónde se encontraría tan bella imagen?

Teresa trabajaba para el ministerio de educación, y en el verano, regularmente hacía un viaje al exterior, así que desde el invierno estuvo planeando el lugar a donde iría a pasar sus próximas vacaciones, había algo en Estambul que le atraía; así que se puso a estudiar la historia de la ciudad, la oferta hotelera, los lugares más representativos, y fue de esta manera que terminó soñándose navegando por  el Bósforo, comprando esencias, en el Gran Bazar, o visitando Santa Sofía.

Para Teresa ese viaje era un gran reto, pues nunca había estado en un país musulmán y le atemorizaba enfrentarse a una cultura tan diferente. No sabría cómo comportarse, cómo hacerse entender en árabe o turco, que son los idiomas que se hablan en Estambul.
Pero la seducía la idea de un país dividido entre dos continentes; Europa y Asia, ver el mar del Mármara, así como ser testigo de su pasado medieval y, particularmente, conocer la antigua Constantinopla, sede del imperio Bizantino, actualmente Estambul. 

Aun recuerda, como si estuviera ahí, el día que estuvo tomando aquel almuerzo a la usanza árabe: queso de cabra fresco, ensaladas deliciosas, aceitunas, frutos secos, pan y aceite de olivo. Todo presentado en pequeños recipientes de porcelana blanca, para que eligiera a su gusto. Desde aquella terraza del restaurante Teresa, miraba fascinada el azul profundo del Bósforo, aquel canal que divide Europa de Asia y por donde transitaban sin cesar barcos de todo tipo; desde los más lujosos veleros, hasta los enormes barcos cargueros. 

Al medio día, Teresa estuvo visitando El Gran Bazar, ya alguien le había comentado: “si no lo encuentras en el Gran Bazar, es que no existe”. Ella lo pudo comprobar inmediatamente.
A cada paso la asaltaba un desfile de colores y todo tipo de mercancías, venidas desde los más recónditos lugares del mundo; de los áridos desiertos los dátiles y las avellanas, o los bellísimos bordados traídos desde el lejano oriente a través de la ruta de la seda o de la India todo tipo de especies, o de los huertos de Grecia aquellos deliciosos higos gigantes o la más diversa variedad de vinos venidos de los países mediterráneos, y no podían faltar todo tipo de amuletos para la buena suerte, la manita de Fátima, etc.  Y había que estar con los ojos bien abiertos porque era fácil perderse en aquel laberinto de mercancías. 

Por la tarde, Teresa se dio la oportunidad de explorar el Bósforo a bordo del ferri, pudo admirar los lujosos palacios, la zona hotelera, así como a multitud de pescadores tirando sus anzuelos a la espera de que picara un gran ejemplar para la cena.

Por la noche se dejó atrapar por el bullicio de la plaza Taksim, centro de reunión de todos los transportes públicos, por lo que es fácil observar el ir y venir de la gente, cargando todo tipo de mercancías, desde cajas hasta alfombras. En su recorrido pudo darse cuenta de la oferta gastronómica que iba desde los más exclusivos restaurantes, hasta los negocios que ofrecen platillos típicos, y terrazas donde se fuma pipa de agua y se bebe te, en vasitos que se transportan en una especie de platillo de balanza, Teresa iba caminando en medio de aquella algarabía por una de las calles que desembocan en la plaza, y de pronto, como si entrara a otra dimensión, se  introdujo en el único templo católico que pudo observar en su recorrido, la parroquia de Santa María Draperis. ¡Ah! aquella atmósfera de media luz, tendiendo más bien a la oscuridad, la envolvió en un estado de paz y tranquilidad.

Por la noche se alojó en su hotel, estilo japonés, muy cerca de la plaza Taksim.

Al día siguiente Teresa, pudo visitar diversos vestigios de la cultura romana, como el hipódromo y los obeliscos, pudo darse cuenta de las huellas que deja el tiempo, de cómo a través de los años, las diferentes culturas van dejando parte de su ser, de su esencia en los diferentes lugares donde se han establecido. Tal vez en pocos lugares del mundo puede observarse tan diversa mezcla de culturas que hayan dejado huella física como en Turquía, que ha sido hogar de diversas culturas como los Hititas, la cultura griega, el imperio persa, el imperio bizantino y el más reciente, el imperio otomano. 

Teresa estaba ahora en camino de visitar dos de los castillos  más significativos de la cultura otomana. Empezó por el Topkapi, construido en el siglo XV, lo que más le sorprendió de este conjunto arquitectónico fue la sensación de una profunda paz interior, que experimentó al cruzar la puerta  imperial y adentrarse en sus pasillos,  piensa que los elementos que pudieron contribuir a experimentar esta sensación fueron primeramente; la austeridad de la construcción,  los patios conservaban sus pisos originales de cantera rústica y arcos desnudos  de adornos, también llamó su atención el recogimiento y el respeto de los visitantes islámicos, en particular, un desfile de niñas ataviadas con elegantes vestidos  y  su cabeza cubierta por una gran mascada de seda, pero tal vez el elemento más significativo fue la sensación de una atmósfera envolvente generada por los cánticos del Corán que inundaban toda la construcción y cuya fuente u origen era totalmente desconocida. En su interior, el Topkapi funciona como museo donde se exhiben diversas piezas del imperio otomano, destacaban multitud de joyas que adornaban diversos objetos como las dagas. También le pareció interesante ver el trono, muy sencillo, por cierto, pero, sobre todo, recuerda aquel pensamiento que vino a su mente al verlo. ¡qué incómodo!, pensó para sus adentros.

Luego visitó el palacio Dolmabahce, del siglo XIX, este castillo destaca por su  excesiva ornamentación , Teresa nunca había visto nada tan lujoso como le pareció el  Dolmabahce, los adornos más sofisticados y exclusivos venidos de todas partes del mundo: maderas del Líbano, cristales de Bacará, alfombras de Persia, oro y piedras preciosas presentes hasta en los más mínimos detalles, pero a ella, todo aquel lujo no le llamó la atención como sí lo hicieron las bellísimas vistas al Bósforo que se observan desde la terraza y ciertas habitaciones.

Al despertar de su último día de vacaciones, Teresa se preparó para visitar, quizá el sitio más emblemático que posee Estambul, Santa Sofía, Al momento de atravesar aquella enorme puerta, Teresa se quedó sin aliento,  no pudo contener el llanto y la emoción que le produjo estar viendo frente a sus ojos, el enorme mosaico romano donde se reflejaba la imagen de aquel añorado ícono de Jesús, aquel rostro tan bello, y que le inspiraba tanta paz, aquella mirada que había buscado a lo largo de su vida. Estaba ahí, mirándola frente a frente, Teresa no encontraba adjetivos suficientes para describir aquella imagen: ¡fantástico!, ¡maravilloso!, ¡impresionante!, todos, le parecía que se quedaban cortos, que no reflejaban lo que ella estaba mirando. Pensó tanto, pensó en cuánto tiempo había pasado para ubicar la imagen en su contexto original, pensó que todos los cristianos debían tener la oportunidad de verla al menos una vez en su vida, pensó en cuántos la habrían visto y cuántos faltarían por verla.

Y una vez que Teresa hubo recuperado el aliento, siguió avanzando hacia el interior de la catedral, estaba tan desconcertada, porque no acertaba hacia dónde dirigir su mirada, pues todos los muros estaban saturados de hermosos mosaicos, no menos bellos que el de Jesús en la entrada. Y la cúpula, qué decir de ella, era sencillamente, ¡majestuosa! Todo lo que observaba era herencia del pasado Cristiano Bizantino de la catedral, sin embargo, también estaban presentes diversos elementos musulmanes, como los seis minaretes que la circundan y cuatro medallones gigantes con inscripciones en árabe en los cuatro vértices de la base de la cúpula. 

Ahora, a diez años de haber sido testigo de tanta belleza, Teresa solo puede experimentar una inmensa nostalgia. La nostalgia que le producen tan bellos recuerdos y la certeza de no volver a verlos nunca más en su vida. Más aún, la nostalgia de que todos aquellos que faltaron de visitar tan emblemático conjunto, jamás tendrán la oportunidad de admirar aquellos hermosísimos íconos. La nostalgia, el duelo de la pérdida. Porque sólo así puede considerarse, una enorme pérdida para la humanidad entera, porque la cuenta regresiva está activada para que, a partir del 24 de julio del 2020, vuelva a reabrirse Santa Sofía como una mezquita, lo que significa que todo ese tesoro cultural se perderá, porque de qué servirá que todos sus frescos y mosaicos permanezcan ahí, si nadie podrá contemplarlos, si se cubrirán todos.

Santa Sofía perderá el título de: patrimonio de la humanidad, pero lo más grave, piensa Teresa, es, que, a partir de ahora, Santa Sofía será tan sólo eso, una nostalgia por todo lo que fue, pero, sobre todo, una nostalgia infinita por lo que nunca volverá a ser. Por todo lo que la humanidad habrá perdido irremediablemente desde ahora y para siempre.

¡Ay nostalgia cómo me hieres!, 
¡ay nostalgia cómo me dueles! 
adiós Santa Sofía, adiós, para siempre, adiós.
MARÍA MARTHA MORENO MARTINEZ.
Acámbaro, Gto.
17 de Julio de 2020.

lunes, 6 de julio de 2020

EL POLVO DEL SAHARA.

“Más sabe el diablo por viejo, que por diablo”, reza el refrán, pero a partir de este pequeño ensayo, me propongo demostrar la falsedad de tan afamado argumento.

Cualquiera que me conozca, podría pensar que lo sé todo, no por mi cultura, ni por los estudios que pudiera tener, o por la experiencia que me haya dado la vida, no, nada más lejos de mi pensamiento, sino por los años que tengo, y nótese que no digo por lo vieja que soy, porque sería una ofensa para mi padre, quien nunca reconoció su propia vejez, y más aun, decirle que era viejo, era como restregarle en la cara el peor insulto, por eso simplemente diré que tengo muchos, muchos  años, y que en todo este tiempo, y a pesar de la avanzada tecnología con la que contamos hoy en día, jamás me había enterado de lo siguiente.

Un día como cualquiera de este período de contingencia de 2020, me encontré con la noticia de que se acercaba a México “el polvo del desierto del Sahara”. ¿Qué?, me dije, en todos estos años de vida, jamás había escuchado nada igual.

Los meteorólogos afirman que se trata de un fenómeno normal, que siempre ha sucedido, pero yo, nunca había escuchado, ni remotamente algo parecido, a pesar de mi edad, como he dicho antes.

Estar al tanto de las noticias, es algo que he convertido en una costumbre. Cada día consulto al menos dos o tres periódicos nacionales y otros tantos, internacionales, fue así como iba siguiendo el polvo del Sahara que iba atravesando el golfo de México, llegó a la península de Yucatán, y de repente…

Hoy, 6 de julio de 2020, salí a caminar, como lo hago con frecuencia, y desde la primera cuadra que caminé, noté cierta bruma, no le di importancia, seguí caminando y comencé a notar que tomaba más densidad, me extrañó porque ya no era hora de que fuera neblina, el sol brillaba intensamente en el horizonte. Fue entonces cuando caí en la cuenta: “el polvo del Sahara”. 

Me extrañó que la gente de moviera de un lado a otro, como si nada estuviera sucediendo, o como si fuera un fenómeno que sucediera a diario.

La densidad de la atmósfera era la del cielo de Pequín, o de la ciudad de México en uno de esos días de pésima calidad del aire. 

Subí la colina de la Soledad, desde donde se observa, normalmente, el valle de Acámbaro, con sus torres, sus casas, muchas de ellas aun techadas con teja roja y sus campos verdes, los invernaderos y desde luego, el cerro del Chivo al Frente y del Toro a la derecha, pero el día de hoy la visibilidad era a penas de unos 100 metros adelante. El sol, que normalmente es imposible mirarlo, ahora se veía con facilidad tras la bruma que lo oscurecía.

Algo que también vino a mi cabeza, fue esa especie de vulnerabilidad de nuestro planeta. El tan cierto efecto mariposa, lo que ocurre en un cierto tiempo y en un espacio definido, tiene repercusiones en otro espacio y en otro tiempo. ¡¡¡Quién lo diría, el aire que estaba respirando hoy contenía partículas venidas del otro lado del mundo!!!

Uno se piensa que ya nada puede sorprenderle, pero nada más lejos de la realidad, la verdad es que nunca se pierde la capacidad de aprender o de experimentar algo nuevo. Tal como me sucedió a mí hoy, que por primera vez experimenté en mi cuerpo los efectos del polvo del Sahara.

MARIA MARTHA MORENO MARTINEZ
6 DE JULIO DEL 2020.







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